"Cuando nos acercamos al misterio de la santísima Trinidad, sabemos muy bien que nos encontramos ante el primero de los "misterios escondidos en Dios de los que, de no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia" (Concilio Vaticano I, Denz-Schönm. 3.015).


Todo el desarrollo de la revelación divina está orientado a la manifestación del Dios-Amor, del Dios-Comunión. Esto se refiere, ante todo, a la vida trinitaria considerada en sí misma, en la perfecta comunión que desde la eternidad une a las tres Personas divinas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios, revelando al hombre su amor, llama a los hombres a participar en su misma vida y a entrar en comunión con él.


Cada una de las tres Personas divinas da su contribución propia a la vocación universal de los creyentes a la santidad: el Padre es la fuente de toda santidad, el Hijo es el mediador de toda salvación, y el Espíritu Santo es quien anima y sostiene el camino del hombre hacia la comunión plena y definitiva con Dios" (Cfr. De la homilía de S.S. Juan Pablo II en la Misa dominical 7 de junio de 1998)